Saturday 20 November 2010

Decir

Hubo una vez una mujer tan hermosa que no se le podía decir nada, ni bueno ni malo.

Los hombres del pueblo, advertidos de su encanto, evitaban el encuentro. Sabían que, a duras penas, podrían volver balbucear algo más en lo que les quedara de vida.

Cada cuatro o cinco años algún loco se lanzaba con dos o tres palabras ensayadas. Regresaban siempre con semejante nudo en la garganta que ni la sopa les pasaba y, a más tardar, a los seis o siete días, paraban de contar.

Veintiocho años y cuatro meses llevaba ya el monólogo de la señorita, y el noviciado se le ofrecía. Tal vez Dios, tapándose los ojos, pudiera decirle algo.

Con el bolso en la mano y la resignación en la espalda, partió un seis de enero de mucho calor, y se encontró en la tercera esquina con un Tito Fuentes más feo que nunca, con vino hasta en las uñas del pie, que apenas escuchó los pasos giró la cabeza y le gritó: “¡Víbora desalmada!”.

Ahí nomás, la mujer más linda que esta tierra haya proveído, abrió el bolso, sacó dos alianzas de plata y le propuso unión eterna al malcarado de Fuentes, que media hora más tarde, en ceremonia muda, asentía con la cabeza.