Tuesday 27 December 2011

(posible) Prefacio a la Sinfonía al despertar otrora

Nuestro lugar, compañeros, todavía es un pueblo. Y nuestra gente está por verse. Finalmente, nadie está solo; sí están los caminantes que salen a deleitarse, tímidos como la verdad y difíciles de insomnio, con los contornos del universo, sin saber ya, qué más decirle, cómo abrazar su invitación de novia de ojos puros. Ellos vuelven, aletargados de besos, con el ahínco abismado, y se echan con bufando altruismo, en espléndida ley: y nunca se van privar de eso que dan, de la entregada inercia que los desparrama como presas de una insaciable ninfa, meta-esteticistas, monjes, ángeles de razón, centros de gravedad, inexorablemente incomprendidos, solos, hasta que un día, sentados, ven la alegría, como un perpetuo nacimiento, como una sinfonía imparable, que, ni los mueve la muerte - llevándolos. Ahí se ven, en el dorso de la luz, conteniendo el llanto, caminando lo eterno de los caminos, imperturbables y desesperados, sorprendiéndose como páramos, fugando aromas y enjuagando hábitos. Del cuerpo de cada celebración -y las cosas, llenas de instancias celebrables- se inclina un hermano, a veces cínico, a veces propicio, otras francamente inconjugable, como la rotunda, la dolorosa gana de expresarse por el día que posterga maravillosamente la reunión, sin su posible éxito. En una comarca de valores bien pronunciados, ni quiméricos ni ascetas, se reconocen, al menos, vecinos, como garzas que se asoman tontuelas para ver qué les ofrece su ventana mágica: una duna en el horizonte, el suceso de la lluvia, un cierto descaro de texturas, una isla blanca que les reviente el corazón de añoranza, o algo tan sereno que los invada. Y después vinieron las calles, violento feudo, recorridas con ojos de bibliotecario, el dedo chapuseando en los lomos, buscando en lo bruto tal fineza donde se trasluzca éso, la única materia, lo bello, la esperanza, la terrible potencia que se estrecha en todo gesto. Nuestro tema es aquello. Su constitución se desata de un entrevero muy particular; acaso un hado minucioso: el amanecer silente, sensual, de un ansia poco señora, que tiende, quieta pero desorbitada, a confundir, amalgamar, resolverlo todo en el cauce de la vigilancia estética, con la urgencia de (para) devolverlo, retomarlo a su fuente, de primeras furtiva o velada. Las calles, más que todo, siguen siendo un pueblo. No es que haya una hazaña de tiempo ni que la noche lave la cara del movimiento: simplemente, no pudimos habitar el tránsito, y vimos a la ciudad tragarse espesa como un café con leche. Durante el día, a lo sumo, pareceremos todos unos locos, y las esquinas permanecerán arraigadas en un suspiro otrora... estar vivo es ridículo si se conforma en lo unívoco; un juego de espejos y prismas dan ser a la cantidad de hombres alados que una noche de verano hermosa se acercaron a la ventana y lo único que vieron fue el paredón del edificio de al lado: brindo por ellos en quienes la potencia se encarna con toda su aspereza, y que nunca verán con naturalidad el fantástico contorno de un árbol hundido en la penumbra. (...)