Nos encontrábamos en una cierta casa, de ventanas descomunales, mi novia, una amiga de ella, Sam, yo, y mi urgencia por proteger a las damas era apremiante. No obstante, es mi deber informar que desconozco su suerte, mas que la ventura que mi deseo haya arrojado por las oportunas ventanas a cada una de ellas, cuando la cosa se iba poniendo áspera: primero mi novia, y después su amiga, por orden de fortaleza, quizás, o bien, prioridad. El espectáculo era estrafalario y presumido. Pero el miedo, sólo digno de este tipo de contiendas: no hay peor enfrentamiento que con espectro-demonio, mal por mal, desafectado, y no sin causa: sino sin consecuencia. Corríamos Sam y yo movidos por esta fuerza indeterminada, y súbitamente, estamos degustando conjeturas, él plácidamente sentado en un sillón, meditabundo, cruzado de piernas, con la mano en el mentón; y yo, desquiciado, hurgando superficialmente unas bibliotecas, reventándome la cabeza en la búsqueda de la forma lógica que resolvería el poderoso sin sentido, cuando, Sam, en pose de adelantado, me dice: mirá, tal y tal cosa, no cierra. Por un breve lapso diagramé mi suscripción, luego mi gratitud, y cuando largué, ya desvanecido, un claro, me di cuenta de que esa averiguación era mía, que Sam me la había afanado, que el demonio no había aparecido, y que era él, había vuelto, derrotado, a darme la solución que yo usé para vencerlo la otra vez, como un aliado, amansillando el bien, y lo agarré de la cara, con mi mano izquierda, lo miré fijo, bien fijo, y mientras su cara se desformaba de vergüenza, le decía: hijo de puta, vos sos el demonio, vos sos el demonio, hijo de puta...
5 hours ago