Vengo de un lugar que todo lo cunde, como oportunamente lo hace, la brevedad, en la consecución de pestañeos. En tal lugar, donde añoramos la censura, resuena un brindis harto seductor, inspirado y roto en notables aforismos, que delatan un gran desasosiego. Allí, Ternura, con malabar y decadencia, soy Rey indiscutido. Como un dolor incierto, lejanas y silenciosas, se inclinan ante mi las cosas, para que, con el taciturno rastro de mi vida, las atosigue, sin pausa, desde mi ventana. No obstante, aunque mi tarea no me demanda ningún esfuerzo, en secreto, me roe, me agobian decantación y conciencia, este irremediable vicio. Y como sumo fruto, le he solicitado al garabato de mitómanos de la tenacidad de mi landia que, pecando de una solicitud demasiado prevista, escruten, hondo, al respecto. Tras un poco rato, esta carencia de distinción concluyó en sus destrucciones incipientes que: llevo en mi adentro un embrión que en un desmedro de acedia ya ha acabado suficiente; que los sedientos también aman; que un edificio con tendencias psicópatas dará reportes de sus viajes; y que el hedonismo es una lástima precoz. Espléndida, esta hostilidad, retumba, descomunal, sin tregua, en el ayuno de mis ojos, e implosiona, cada vez más estrecha, recíproca a su condición: confinada, invertida, ensimismada, tantas veces como palabras realiza minuciosidad esta funesta hazaña, con manca ansia, le finge propiedad de valle a la destreza del agua.
Pero, luego, tu, Ternura, definitiva sustancia.
Dificultad de carne, pulpa de alegría.
Pletórica, toda limpia de superstición.
Avidez de ser, provecho, vigor.
Junto con la risa -lo más osado.
Ternura, con gusto y con reto.
Espesura, ademán.
Te abrazo de tierra, lleno de dudas, te cierras entera.
Hacia vos me voy yendo, tanto como puedo;
hacia tu movilidad, hacia tu ímpetu matutino,
que todo lo cunde, como oportunamente lo hace,
tu amor, fragilidad, Ternura, en la consecución de pestañeos.