La certeza de la
inminente soledad lo desvelaba por las noches. No por estar efectivamente solo
en ese preciso momento, sino por una especie de presentimiento, de pálpito, de
que todos sus actos y dichos y gestos lo acorralaban ante un callejón o una larga
avenida (no era necesariamente un callejón oscuro) que tenía como único e
inevitable destino la soledad más absoluta. Por las mañanas, mal dormido, se envalentonaba
al lavarse los dientes y le mentía a su yo en el espejo: “soy así, ya soy
grande para cambiar”, como quien justifica sus malos hábitos diciendo “de algo
hay que morir” y se caga encima la primera vez que se encuentra a la parca medio
de rebote.
El primer paso hacia sus noches de desvelo lo había dado años atrás
al descubrir con una decepción de las grandes que las buenas intenciones no alcanzan
para hacer de uno una buena persona. El segundo, tan doloroso como el primero,
fue enterarse que para el éxito no basta con la pasión. El paso final lo dio al
conocer lo definitivo de la muerte ajena.
Durante el almuerzo, como una plegaria, recitaba casi de memoria lo
que lo mantenía vivo: el sexo, los hijos, la entraña a la parrilla. Y el miedo.
Sobre todo el miedo.