Wednesday, 20 February 2013


La certeza de la inminente soledad lo desvelaba por las noches. No por estar efectivamente solo en ese preciso momento, sino por una especie de presentimiento, de pálpito, de que todos sus actos y dichos y gestos lo acorralaban ante un callejón o una larga avenida (no era necesariamente un callejón oscuro) que tenía como único e inevitable destino la soledad más absoluta. Por las mañanas, mal dormido, se envalentonaba al lavarse los dientes y le mentía a su yo en el espejo: “soy así, ya soy grande para cambiar”, como quien justifica sus malos hábitos diciendo “de algo hay que morir” y se caga encima la primera vez que se encuentra a la parca medio de rebote.
El primer paso hacia sus noches de desvelo lo había dado años atrás al descubrir con una decepción de las grandes que las buenas intenciones no alcanzan para hacer de uno una buena persona. El segundo, tan doloroso como el primero, fue enterarse que para el éxito no basta con la pasión. El paso final lo dio al conocer lo definitivo de la muerte ajena.
Durante el almuerzo, como una plegaria, recitaba casi de memoria lo que lo mantenía vivo: el sexo, los hijos, la entraña a la parrilla. Y el miedo. Sobre todo el miedo.