Monday 19 March 2012


En junio del 96 plomo oscuro el cansancio poco del buen presente reunidos luego sin vuelvo sudor frente en fútbol.
(En junio del 96 hubo una noche en que la alegría colectiva fue tanta que al día siguiente no se registraron bajas o ausencias en ninguna planilla de oficina, ceño de almacenero ni picaboletos de polo aduanero en todo el territorio del país.)

Mucho tuvo que ver en todo ésto el genio rapaz e impertinente de Horacio Benidorm, hombre de mirada impasible y acotado de palabras, fino conductor de colectivos y endiablado coleccionista de objetos fileteados (su gran misión, o algo de ella -sentía-, la encontraba bien cerca de los anacronismos perfectos; cosa inexistente, pero improbable).    

Felino desterrado y sin noticias su impenetrable, en sueños vuelve a la querencia.
(Raudamente y no sin vergüenza: bajo, enjuto, trigueño, mentón breve, fibroso y de gesto aletargado; pelo color el humus, paso rápido y con algo de puma en el acecho y las certidumbres.)

Entre sus cometidos notables, siempre habrá que incluir el teje y maneje elaborado con paciencia y pericia de tramoyista profesional para convertirse, a los veintinueve años, en chofer de la línea 93, lo cual le equivalía a terminar su día de trabajo a siete cuadras de su casa, en el barrio de Munro, con kiosco de por medio -laureado como poseedor de las mejores aceitunas en salmuera de que se haya tenido noticia hasta la fecha-; y Benidorm comía aceitunas como una vaca masca pasto; ya en su casa, ya en el colectivo, donde supo instalar un compartimiento de madera a veinte centímetros del volante azul; un canastito de pino que, cuando se atrasaba el proveedor, llenaba de cuando en vez con maní chino, sin quejarse. 

Porque cruzaba a diario el cerebelo de la Capital Federal y observaba a las gentes de su colectivo, sus cadalsos matutinos, el caucho caliente llegando rápido de la nariz a las ideas y a la esperanza; porque recordaba -como quien mira un fósil- una temporada prosternado y confundiéndose la piel con las telas de su ropa de cama, olvidando palabras y sucediendo imágenes mentales como un tren de plomo cansado e impedido de parar; porque susurraba y, tal vez, era susurrado, Benidorm se sabía habitado de un poderoso desenfreno azucarado que desde hacía algunos años respiraba medio dormido en sus días y en sus noches. Cuando pudo, cuando lo dejaron y justo quiso, fue instrumento de un digamos milagro, de un digamos regalo del que nadie cristalizó teoría ni reojo, tal fue el sabor.

Hasta el árbol ida y vuelta... Ya!
(La estadía familiar de tres años en Londres, Catamarca, cuando apenas caminaba, le dejó regalos: la compostura de su cara después de hundirla en el agua helada de una acequia; la fatiga de las nueve de la noche por haber corrido mucho y sin motivo; un bienestar respiratorio seco, muy pausado; horizontes recortados por titanes oscuros y callados), y un primer encuentro con las aceitunas, cuando, con descaro y costumbre, se llevó a la boca el óvalo verde, chico y brillante de los muchos que rondaban los alrededores de su casa formando casi alfombras persas donde uno podía masajearse los pies descalzos y declarar batallas abriendo el fuego con un justo al ojo. Entonces la carne y el jugo -primero el carozo, una mueca de sorpresa, acritud y cosquillas en los cachetes; después sabor, vigor y escupitajo- supieron en su boca como nunca supo nada. De ahí en más, las comió y fue su protector, su fanático y su promotor a grito calado. Tantas había, tan propio y secreto le era el goce, que no tuvo porqué ocultarlo.  (...)
2011