Tuesday 7 December 2010

Estas son unas palabras acerca de Solivantares. A esta altura, oídas de oídas. Ya no quedan, se dijo en el café Los Galgos, quien pueda corregirlas o sopesarlas. Empero, me muevo con cautela (también escuché que Perdigoni fue visto hará tres meses tocando en Parque Chacabuco) e invito a revisar mi tamiz y mi imaginación en esta noticia porque, de un modo extraño, oyendo sus grabaciones, me siento un testigo parcial, insospechado, cómplice de las más olvidada de las suyas.
Decir que voy a contar su historia sería mucho, pero mucho es también el guantazo en la pera a la nada de lo que supe de él cuando el viaje era en mi cabeza un expediente sin cocer, un mapita sin líneas, una almohadilla seca sin la tinta de mi urgencia y sus ganas. En un cuartito, en un pasillo de los tantos que se caminan de día con zapatos burocráticos y se limpian de noche, en el silencio y el método de las horas nuevas, me lo contó Cano Arias, lampazo en mano y poco, casi nada en la lengua.
No dudó cuando dijo que era mayo y que el frío era tal que congelaba hasta los sueños; que tal vez por ahí anduvo el problema -pero siempre sonrió Cano mientras me hablaba de Soliva y, en rigor, nada se dijo acerca de un problema-. Andaban por Pedregosa, dijo, y de lejos se veían las luces de Mar del Plata.

(...) -Ninguno se animaba a bostezar, aunque la historia era viejísima, porque la voz de Solivantares era un arco tensándose, un abismo, un puente roto. La escuchábamos como si saliera de mucho, mucho más atrás, en el tiempo, en la garganta, en las palabras. Tricotti propuso un truco, pero él dijo no, acompañaba desde afuera. Discutió con la guitarra hasta que sacó dos tres acordes hermosos y arrancó con una milonga urgentísima. Entonces Cano dejó de lado el maso en veinte dieciocho y sacó una ginebra Llave como para regar el repertorio, que al rato andaba por Golondrina y después Garufa con coros de Jarca y final a capella; el Húngaro en el fuelle y la puerta abierta, Solivantares de espaldas caminando derecho para la escollera y mintiendo que allá el atado de Imparciales y se venía Tu piel de Jazmín.

Caminaba como un pensamiento ciego. El día había sido prácticamente común, tal vez un poco más de todo. Pero también comprar Imparciales, tomar el mate, deshojar un punto oscuro en su cuadernillo de anotaciones invernales (que se había vuelto hostil con la helada de Pedregosa pero también venía para la risa y para leerlo el lunes y decidirse que podía mascar una mejor, y que el juego avanzaba), lustrar la guitarra, comer seis, siete pastelitos de dulce de damasco, velar por alcanzar con los ojos una noticia vieja pegada a un diario pegado al piso pegado a la tierra mientras buscaba una frazada en el ropero y escuchaba la Oral y hacía equilibrio arriba de una silla y recubría de néctar matinal su viejo escudo para que no se le rajaran las uniones por los agujeros de otras batallas, si es que de alguna había vuelto o a alguna había ido. Pero dígame -se había preguntado- porqué si me he dispuesto rever, pensar en ella a lo sumo pegando la oreja a la radio, se me presenta como estornudos al sol el organillero Barona, de Alsina y Balcarce. Hace un tiempo sólo acepto digresiones. Pucha. (...)

-Se perdía allá al fondo si lo veías por la puerta, Solivantares.

El hartazgo de lo febril, aun de lo risueño; una santa gana dando paso a la gentil retirada -que de otro modo no hubiera aceptado-; a no dejar estar sus huesos. Si después volvió al año es anécdota. Que anda tocando en Patricios, que tiene una guitarra, que los viernes a la noche come pizza y juega truco. Cano Arias me habló de entones, como si yo pudiera entender ese entonces, ahora, acá, y encima con el caldo tibio que se respira en este cuarto por demás apagado. El grillo testarudo de la ventana y yo tratamos de entrar en la cadencia Solivantares, dormiríamos en sus zapatos si nos dejaran. Lo queremos y nos asusta si no fue así. Pero por ahí anduvo la cosa, dijo Cano que reanudó el trabajo siendo las cuatro de la mañana, y a mí se me pidió que me las tome antes de las cinco, llegaba el guardia y él, poniendo la pava y mascando amaretis de a media docena, se dejaba hundir en el cansancio de su litera después del séptimo mate, con un boletín radial que no podía ser ni bueno ni novedoso y le costó a Canito el último carajo interno del día, pero al que su sueño no dejo entrar; en cambio sí a Solivantares que, fumando un pucho eterno, le contaba en Pedregosa -era su cuarto- la última con Cándida en el baile de fin de año, planta baja, ventana al cuadradito verde que atoraba las baldosas homenajeando ufano otra época más allá de las puertas del sur, pasaje Cranwell creo. (...)