(...)
Después, voy a caminar la lluvia como tantas otras noches, y en cualquier umbral voy a detenerme a respirarla, sopesarla como la parte más mía de todo este entramado casual y necesario llamado ciudad. Por ejemplo este recodo verde, con zaguán, donde un farolito me aporta calor y pareciera inmune en su obediencia a los usos de esta llamada época; porque, en silencio, guarda la santa costumbre de la hospitalidad sin credenciales, y me recibe igual que ayer a dos amantes desesperados después de sus tareas (ella coloreó con los dedos el cuaderno de su cara; alguien se desangró plácidamente en su saliva, permitiéndose ambos que las medias absorbieran el agua de un charco que los conminaba a un próximo, suave, comentado resfrío). Por la confianza que nos une, voy a dejar que me moje la cara y las entrañas. Apenas un rato después del regorjitar de las gotas en lo árboles desnudos, como grillos charlando en los arbustos, me iré a casa. Ni pienso tomar el asqueroso subte. (...)
Plop. Plop. Llueve. Tanto va el cántaro a la fuente. (...)
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