(...) La ciudad ya no mira al puerto, es cierto. Pero la gente se caga un poco en todo eso, viste. Por suerte -a veces en el fondo- todos nos seguimos mirando como se miran dos que están cerca de un río, así, jugando a esconderse atrás de las totoras, apareciéndose de pronto, entre el olor a barro y el frío de las manos y las mangas arremangadas. Nos paramos en la pérgola de Parque Lezama y miramos para el río. Miramos la estación de servicio, pero tal vez buscamos el río, el horizonte limpio o sucio y la espuma de las olas. Esto, Soñora, este parquet, este pedazo de tierra entubada y allá, donde está el medidor de gas, eran el bajo; el bajo de barro, de bruma, de piedras, de agua, trabajo y pensamientos. Nos queda, eso sí, la humedad; y buen. Por eso las palomas están gordas y las gaviotas se preguntan por esa sensación como de otra vida en la que planeaban cerca del agua hasta una roca; se lo preguntan de cable a cable, o cantando las doce han dado en algún lindo dintel, un poco más lejos, Almagro o Devoto, aunque también sobre Maipú o Reconquista. Seguro. Cuando nos distraemos estamos mirando a ver si llega ese barquito con las noticias, si entre las que lavan la ropa en la orilla están Visitación o Rosario, que se ríen del viaje que le dio ese pingo a Retamar en la doma del sábado, en Plaza San Martin, o esperan a ese marinero que, por costumbre, jura volver. A mí me gusta ese paraje que fue, pero también me embruja este caos amarillo, este San Nicolás que tiene una densidad de librerías por metro cuadrado que te derrite los ojos y te toma las ganas de llevarte algo, aunque sea uno, por cinco pesos. Tanto teatro, tanta gente que no te mira, desnudando con los ojos un billete de veinte, a ver si le encajas un falso, chanta hijo de puta que lo quisiste cagar. Pero bueno, es el anonimato, viste. A mí me gusta hundirme en él, un cacho nomás. Ahora te lo digo, pero yo mentí con Balvanera, Soñora; yo disfruto como un condenado caminar solo por esas calles repletas de gente y de cajas, de estibadores; dejarlos pasar. De pronto acelerar y meterte en la carrera. No hay tiempo que perder, no lo hay para nadie, para nada, pero es querer ganarle, Soñora. Ese trajín a mí me da cosas, buenas y malas y cosas. Entonces te sorprende una sonrisa, una vieja que pierde la razón y dice hola o se queja, me entendés, que te habla a los ojos. Tal vez no, pero habla o por lo menos está ahí, con vos, que le estas comprando un paquete de Pepas por el hambre de las cinco. A mí todo ese ruido de bocinas se me hacía un peregrinaje por dentro; el olor a asado viejo de la parrilla de Perón, a la mañana, era para mí. Yo estaba en silencio, podía pensar tranquilo. Sobre todo algunos días, las cosas me atravesaban, pasaban por mí, en mí. Son épocas, creo. Así que ahí andaba, Soñora, probando, viste, viviendo, estando un cacho por ahí, por Plaza Dorrego.
(...) Enrico Ciriglano iba a estar en Buenos Aires una semana. Después, Córdoba, Rosario y de vuelta a Milán. Estaba parando en el Sofitel, pero, por algún motivo, todas las mañanas se subía a un Mercedes blindado y desayunaba en el Hilton, en Puerto Madero. Lo sé, Soñora, porque yo lo ví. Lo seguí, entendés. Pegué otro faltazo al laburo y lo seguí un día y medio; tenía que verle la cara a ese. Si supiera de Suárez, el higo de puta, si supiera de nosotros. De esto harán diez días, ponele que once. (...)
CINE LORCA
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