El frío de la última semana lo había
conminado a una lectura severa y retrospectiva de diversos autores que asentían,
callados, a su pálido resumen de noticias antiguas y brillosas de uso. Jugaba,
ahora, con los labios cortados por la helada que ya se había ido, trayendo a
cambio, de golpe, la brisa templada, fragante, que entraba por la ventana de
vidrio esmerilado; aquella que tanto había odiado a pesar suyo, por no odiar
otras cosas.
Lo grosero de su estado, la llaneza
de su lividez vuelta habitual los últimos meses nunca fueron impedimento para
recibir la visita de Diego Galloso. Al
contrario. Diego y él, habitantes potenciales del Municipio de Miraflores, bien
podían relamerse en cualquiera de las minucias, recientes o no, que, por sobre
otras, arrastraban; ahogarlas en yerba o en ceniza, dibujarles cejas abultadas
o suponer que eran asunto de niños mal hadados. Jugaban al gran juego del desencanto hasta que, puliéndoles aristas
y cansando las palabras, hacían de sus penas una discreta, redonda, casi
tangible y única pena. Cuánto podía parecerse entonces todo eso a la felicidad,
si la meta estaba, dicen, en el ruta.
Ese día Diego Galloso no fue. Tanto
el mismo frío, tanto la misma conminación, que no se enteró de la brisa en su
balcón y del solcito terciopelo. O, bien percatado de ellos, también dejó que
hicieran nido en sus ganas, por lo que hubo de quedarse en su casa y aguardar
la llegada de sus propios talismanes.
El mío, en tanto, resultó ser una
carta, una esquelita en tinta azul inserta en el buzón de lata que nunca dejé
de revisar con periodicidad dispar pero constante, como presintiendo que por
ese lado iba a soplar el viento del cambio.
La encontré asomando de la ranura
del buzón, cuando volvía de comprar el pan. Sin remitente, sin particularidad
alguna. Entonces hice mate y esperé diez o quince minutos con la carta delante
mío, saboreando en silencio el dulce rédito que toca a quien ha sido
escrito.
Fue la más hermosa que hube de
recibir hasta entonces. Fue, además, la única:
"Estás
muy vivo, ahí sentado. Tus ojos son dos culebritas, por eso te digo, hermano. Pasa por casa, subí a mi
cuarto, abrí el cajón grande del escritorio y sacá un sobre de papel madera con
mapas. Hay como ciento cincuenta; llevate el único manuscrito, que tiene dos
cruces bordó y un arroyo ancho que pasa por el margen izquierdo y se mete para
adentro casi arriba. La cruz de abajo es la ruta y Marineros, la de arriba es
mi invitación. No tiene nombre. Yo voy a estar terminando unos trabajitos de
pintura; después salgo unos meses; un trabajo en otro lado... Llevá abrigo, no
te mires el ombligo todo el día y no te pierdas las noches despejadas".
Dije Cano, Canito, y de contento lo
insulté. Juré - y sigo jurando- llevarle un día a Comodoro Py el incunable 16
rpp "Rantifusa" de Solivantares a dúo
con Roberto Grela, del 49. Joya de obsequio para este amigo que, el día que lo
conocí, purgaba de cera sus oídos con un cono de papel prendido fuego metido en
la oreja, parado solo en el pasillo de Instrucción 50.
Sé por su señora que en el mueble
del comedor cuelga el banderín de Excursionistas que econtré en un puesto de
diarios, por Tribunales, la vez que casi suben.
Guarde el papel en el sobre. Pensé
en ella casi queriendo pensar en ella, pero no supe, no entendía, si primero
estaba ella o el querer pensar en ella; como grosellas que gustan a la memoria
casi más que a la lengua obediente. Pensé en ella porque sí. Porque me hallaba
dócil, dadivoso y barbudo. Yo la invito, me dije. "Siempre durmiendo en
el barro y pensando en una flor... charín, charán...".
1 comment:
¡Muy bueno, viejo!
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