Tuesday, 25 June 2013

Raras Peras

-Hasta que no levanten al muerto no podemos seguir- dijo el guarda. Su voz salió de adentro del camperón azul que lo envolvía y nosotros, doscientos o doscientos cincuenta pasajeros del ferrocarril Urquiza varados en la estación Rubén Dario, de Hurlingham, no supimos qué hacer ni qué decir. Estábamos muy pegados uno a otro, el vaho que despedía cada uno no era más que uno solo, ámbar y espeso. El ansia por llegar aumenta demasiado cuando a uno le dicen que va a tardar en hacerlo.

          Cuatro horas antes salí de Juramento y O´higgins. Caminé hasta la calle Sucre, cruzando el barrio de Belgrano, pasé por Villa Ortúzar y llegué a la Chacarita, donde iba a tomarme el tren. Los colectivos estaban imposibles, y las calles y barrios que no conocía me arrastraron en dirección suroeste.
          Me maravillé y fumé consternado cuando vi por primera vez la Avenida Melián; las Crónicas de Bob Bylan y la presencia de As i lay dying en mi mochila me provocaron estar cruzando la Av. …, en Nueva Orleans: veredas anchísimas cubiertas de verde, árboles centenarios y zaguanes de otro tiempo; caserones frescos, aptos para la justicia de la siesta; las esquinas silenciosas, el aire húmedo y quieto como un bronce.
          Dos horas de caminata siempre sientan bien. En la calle y en movimiento es donde uno puede mezclar y barajar las preocupaciones y los sueños sin estancarse y sin envejecer. Esa tarde se movía en mi interior una energía de anverso y reverso, un voltaje que viraba entre la dureza de los caminos de consolidado y la elasticidad de las esponjas marinas. Caminar estaba bien, viajar en tren estaba bien porque era llevado y tampoco me estancaba. No me interesé en los avisos de demora: un accidente fatal en la estación Lozano, llegando al final del recorrido. Una hora más o menos era una hora más o menos de lectura o de descanso.
          Finalmente fue dormir. Mucho, pesado y sin sueños. Nos hicieron bajar en una estación que no conocía, en los límites de Capital Federal y la Provincia de Buenos Aires. Fumé, ajeno a las informaciones del alto parlante, abajo de una farola en el medio del andén. Esperé en silencio la llegada del siguiente tren. Éramos el doble de personas adentro, los que habían salido veinte minutos después y nosotros. Por viernes las personas se inquietaban con la tardanza y comentaban lo malo de los funcionamientos de las cosas, en general. Quizás yo también lo hubiese hecho, pero estaba solo y me volví a dormir.
          Me desperté cuando nos volvían a invitar al “descenso de la formación”. Los guardas y otros empleados de la línea caminaban por el pasillo de los vagones como llevados por una doble soga que daba la vuelta. “Estación Rubén Darío, descender de la formación. No sigue, no sigue”. Otra vez, carajo, pensé yo. Calculo que habríamos estado viajando ya tres horas, entre los descensos, ascensos y la velocidad mayormente baja a la que se movía el gusano.

          El tren vacío. El andén repleto de gente, la nube de vapor arriba nuestro, estaba helado. Pasó el tiempo, varias veces. Nunca supe si eran las nueve de la noche o la una de la madrugada. Unos comentando con otros. La señora, la señora ataviada, universal y adepta por vocación al altercado público, exigió una solución. “Ninguna”, dijo un hombre de bigotes enormes y blancos. “Murió una persona, señora, qué solución exige. El tren no sigue”. “Colectivos que nos trasladen”, exigió la señora universal. Lo exigía a viva voz y buscando complicidad: no encontraría ninguna. Su rimel exigía una solución al guarda que por distraído quedó rodeado de gente por un lado y del tren vacío detrás suyo. El resto hacíamos un silencio exagerado. Una media esfera de gente resfriada, algunos enojados, algunos curiosos, otros exultando al descreímiento y la renuncia de los inoperantes. Pude prender un cigarrillo, pero lo tuve que hacer volar a la primer pitada por encima de la media esfera hacia la tierra baldía, el pavimento del andén, porque no se podía fumar sin quemar a los demás. “No hay solución, señora”, el hombre de bigotes. Un señor inmenso hablaba con voz gruesa. Que no, que así no, que avancemos hacia el final del andén y cada uno por su lado. Pero no se podía avanzar. La crispación activa o pasiva nos unía manteniendo a la media esfera en el andén. Bien habrían podido los que hacían de último cordón del óvalo humano ir abriéndose, porque había algunos huecos y aires en el andén.
          El guarda estaba nervioso. Nos dijo que no, que hasta que no levantaran al muerto de Lozano no podíamos seguir. Enmarcado en la puerta abierta de un vagón recibía algún improperio y contestaba con explicaciones de cabotaje, subiendo la voz cada vez más y terminando por chillar caprichosamente sobre las censuras de los quejosos. De vez en cuando murmuraba algunas palabras a su walkie-talkie. Actuaba como un chico, subiendo y bajando los brazos. Llegó a ofenderse de los incrédulos con un suave “¡ufa!”. Como la señora no paraba de exigir, se sinceró: “no vivo por acá, soy de Sáenz Peña. No sé cómo pueden llegar a sus casas”. “¡El colmo de los colmos! No es respuesta, no es respuesta”, vociferó la señora ataviada. Mi situación dentro de la media esfera era intestina. Cambié dos palabras con el hombre del bigote -a dos personas de distancia, había estado trabajando teorías de índole Mecánica de los trenes-. Me indicó qué diagonal tomar para llegar a la estación más cercana del Ferrocarril San Martín. Una guarda fugaz se asomó de una garita, elevándose en su propia banqueta, y nos gritó “hay que cortar la energía de las vías para solucionarlo”. Claro, no podía seguir. Yo ya no esperaba más que nuestro propio desagote y el queso fresco fundiendo sobre la prepizza en el horno de mi casa. Entonces pasó el doble silencio de la gente queriendo irse. Sucedieron unos movimientos como de autopartes que hacen juego, para atrás, para adelante, y de vuelta al mismo lugar. “Pero qué pasa, si no avanzamos no nos vamos”. “De seguro”, contesté a alguien atrás mío. Me costó hablar. Estaba muy apretado en mi estómago que, a la vez, sentía enorme, gigante. No terminaba en mí. Quizás terminaba más allá de mí, en las últimas personas de los extremos de la esfera.

          Fue empezar a mirarnos y juzgarnos demasiado feos y demasiado hermanos, los unos a los otros. Los pies no los sentía desde hacía un rato, pero eso tenía sentido por el invierno. Me miré la campera porque iba a insistir con el cigarrillo; me pareció que el bolsillo frontal se estaba derritiendo, mezclándose con el pulóver del hombre de bigotes y el bolso del señor inmenso. Era una pasta marrón sumamente asquerosa. Tuve ganas de hacer pis porque el bebé en brazos de una joven tuvo ganas de hacer pis. El guarda nos empezó a mirar con unos ojos nuevos. Repetía otra vez lo mismo, cuando ya nadie preguntaba. Temblábamos. Una vibración primal, involuntaria, deshacía nuestros límites. Quise volver a mi casa en San Miguel, a mi casa de la señora universal, porque, claro, ravioles con estofado era preferible a la prepizza. Un jugo nos recorría, desde el cuello hacia abajo; pringoso y caliente, que desgarraba para unir, deshacía para empastar. El bebé que sostenía el hombre inmenso resbaló de su brazo por el jugo y se perdió en un magma que eran nuestros cuerpos; nos indignamos con el dolor de lo propio. Bullíamos, hacíamos calor. Ahora vestíamos un gran abrigo hecho de camperas, bufandas, pulóveres, poleras y buzos; nuestros pantalones eran un par de jeans multicolor, nuestros pelos gruesos como lápices hacían fuerza por romperlo y lo lograban. Calzábamos ciento diez. Asístí perplejo a mi primera menstruación y necesité estar viendo a Ferro con Boca y a Boca con Ferro. En cambio nuestras cabezas estaban separadas. Nos acordamos del guarda -alguien se acordó por todos nosotros-: tiraba con una mano de su camperón azul y con la otra mantenía el walkie-talkie pegado a su boca que no decía nada. Una mueca torcida le cruzaba la cara blanca como sus nudillos; los ojos muy abiertos mirándonos, mirándome. Quinientos ojos sobre un cuello semejante a una terraza lo escrutaban.
          Más que la ira o el desahogo por la espera fue curiosidad por nuestras nuevas inquietudes, la forma de desplazarnos y el poder de iniciativa con que contábamos. Avanzamos lento, nuestros zapatos se arrastraban según un sistema que asemejaba los rodillos. El guarda se quiso ir; la media esfera le rodeábamos por completo la huida, por lo que tuvo que meterse en el tren. Nosotros, un cienpiés que sabía desdoblarse y girar, pudimos ingresar un pedazo de nuestra masa por la puerta abierta de un vagón. Nuestra forma cambiante y gelatinosa era precaria en su infancia, dócil y libertina. Lo acorralamos -se acurrucó, débil de pánico- en una esquina del vagón. Temblaba todo su cuerpo, soltaba un hilo de voz gutural e incesante. Nuestra barriga era la proa; por allí empezamos a absorberlo. Se mezclaba en nuestra sopa de carne y algodón. No era con fuerza, nos ingresaban sus brazos y su cuerpo y sus zapatos y su walkie-talkie por succión de pasta transgresora, viral y elástica. Alguna cabeza del último cordón me sacó las ganas de fumar. Menta, cigarrillo, vino, albóndigas del mediodía, bola de fraile en una muela, caldo de gallina, amargor de mate y tuberculosis, todo junto, produjeron a mi garganta un espasmo y una arcada que despidió flemas color borravino.
          Cuando por fin la totalidad del guarda hubo ingresado en nosotros, no supimos qué hacer ni qué decir. No nos pareció que estuviéramos digiriéndolo. Algo que habíamos perdido era la facultad del habla; también el apuro por llegar a cualquier lugar. Estábamos del todo adentro del tren y lo ocupábamos de punta a punta. Esperaríamos allí dentro a que volviera la corriente eléctrica. Para entonces la guarda de la garita había corrido fuera del andén, olvidando llevar consigo su walkie-talkie. La transmisión era precaria. En algún momento el guarda dejó de gritar y de llorar. La noche pasó y volvió muchas veces. Ya habíamos aprendido a comunicarnos por medio suyo. Nos contó de nuestras propias inquietudes y se pronunció acerca de algunos debates sobre todo familiares y del corazón. Según nuestro sector afín al derecho previsional -escuchamos por el radio- el número de la indemnización que correspondía al hombre de bigotes era de pago improbable. Nos dejó en paz contándonos que el bebé estaba consigo, sano y alimentándose de nuestra absurda reserva de bolo alimenticio. No dejó de llamarle la atención lo muy presentes que estaban en nuestras vidas los fósforos y los horarios de los rápidos.

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